Me gustan los ’90.
Debe ser por ese saborcillo a derrota.
Es la década en que aun nos tilinteaban las cadenas cayéndose al suelo. Todos pensaban (yo era chico aun) que vendría un cambio del cielo a la tierra, algo como la radicación de la Nueva Jersualem en el mismísimo Chile. Ahora teníamos democracia, el país crecía a una tasa envidiable, éramos los Jaguares de Latinoamérica, el Chino Ríos arrasaba en la ATP, Salas se hacía conocido en Argentina y Zamorano era Pichichi en España; la T.V. y su oferta programática crecían de la mano de la apertura de Chile al mundo. Se recibían cientos de inmigrantes, dando un fuerte impulso al comercio al menudeo, incrementando la oferta con artículos a precios bajísimos.
Nos creíamos los arios del conosur.
¿Pero qué había bajo la alfombra (imitación de persa, por supuesto)? El crecimiento macroeconómico no era sino el eco de la economía neoliberal “del chorreo” de la dictadura, cuyo crecimiento se cimentaba en exprimir trabajadores. La democracia era tanta como nos quiso dejar Pinochet y sus ideólogos, en una Constitución autoritaria y poco representativa; éramos los Jaguares del barrio, sólo porque en el país de los ciegos, el tuerto es rey; los inmigrantes chinos (orientales, para ser rigurosos) aumentaban la oferta a buenos precios, pero con productos importados que, a la par de lanzar al abismo la industria nacional, eran manufacturados por personas al borde de la esclavitud.
Y se escuchaban canciones tan representativas de los pobres diablos que éramos y somos… Me gustan los ’90 con sabor a plástico y a pop, y con ese tufillo a lo que somos: aspiracionales, discriminadores, machistas, crédulos, fundamentalistas, intolerantes, “cortoplacistas” y, a muy a menudo, perdedores que, o se toman sus derrotas con un humor y filosofía envidiables, o viven en la feliz ignorancia… cualquiera sea el caso, envidio esa “virtud/tara”, y es lo que me hace tomar Gamalate para no olvidar esos extraños años ‘90.