domingo, 28 de abril de 2013

"Si soy lo que tengo y lo que tengo lo pierdo, entonces ¿Quién soy yo?" (Erich Fromm)




La felicidad cuesta menos.
¿Será cierto que la felicidad se puede comprar en cómodas cuotas mensuales?
A mí me repulsa un poco que el mensaje publicitario sea algo como: las personas que tienen bienes son felices >  Las personas felices, son, entonces, quienes tienen poder adquisitivo para comprar dichos bienes > Las personas con poder adquisitivo son las pudientes o de segmentos altos > luego, la felicidad está reservada a los ricos > pero gracias a ABC Din, una persona sin ser de segmentos altos, tiene poder adquisitivo (vía crédito) > luego, gracias a ABC Din esa persona de segmentos bajos podrá tener bienes o, lo que es lo mismo, será feliz.  Entonces, la puerta de la felicidad se abre con el plástico de la tarjeta.
Yo aún reflexiono acerca de eso llamado felicidad. Pero si de algo estoy seguro, es que la felicidad no es comprar/consumir/tener.

domingo, 14 de abril de 2013

El extraño caso de Ana Neighborhood (o esa enigmática felicidad…).




       Ana -llamémosle Ana Neighborhood- y yo éramos quienes siempre concursábamos en literatura. Y ganábamos. Competíamos entre nosotros por la hegemonía de los trofeos que se ganaban para el Liceo Comercial.
Para sus profes (estudiaba secretariado) ella era la genio de las letras, una posible Nobel para Chile. Para mis profes, yo era ese.

No sé si además Ana Neighborhood era la primera de la clase, pero evidentemente  idiota no era.

Una vez intentamos asistir a un mismo taller de literatura del Liceo; tal vez nuestros profes quisieron potenciarnos. Pero mi misantropía y egoísmo de hijo único, y su talento y autoconciencia de ser la vedette de las letras del Liceo hicieron inviable esa idea de los profes. Seguimos, entonces, ella por su lado y yo por el mío, pero ambos sabíamos que llegaríamos lejos, y ella se creía el cuento más que lo que mi inseguridad crónica me lo permitía a mí.

Nuestros caminos se separaron en cuarto medio, y bueno, no la vi más, ni siquiera la recordé. Asumí que ella iría a alguna universidad tradicional, o siendo autodidacta, de todos modos bebería del éxito. A estas alturas ya la hacía con algo publicado, y tal vez, con algún best seller a cuestas. A lo menos la hacía escribiendo para algún famoso escritor, y siendo madre anónima de algún libro famoso.  Pero siempre pensando en que llegaría a Suecia a recibir cierto premio.

Sin embargo, años después de esos pensamientos, volví a ver a Ana Neighborhood.  Yo, como el looser que soy, viajando en una de esas micros Quibus, que se desarman solas, la que pasaba por uno de las poblaciones más marginales de Quillota, alcancé a esconder mi vergüenza del fracaso de no cumplir con las promesas que ni siquiera hice (pero que otros hicieron por mí); alcancé a correr la cortina de la ventanilla, para que Ana no viera que al fin la carrera dejó de ser apretada, y yo quedé muy atrás, mordiendo el polvo; alcancé a agacharme para ocultar a Ana mi derrota, y evitar así que se riera y regocijara en mi condición.

Como era de esperar, dada mi mala suerte, en esa esquina había un disco pare, y la micro se detuvo, quedando mi ventana a la mismísima altura de Ana Neighborhood…

Todo giró en mi cabeza en esos escasos segundos, y sentí como la sangre me subía a la cabeza, y los colores me ardían en el rostro. Se detuvo mi respiración.

Ana se veía realmente feliz, muy feliz. Iba con una guagua en brazos y acompañada de quien, de seguro, era su pareja.

….Ana, sin embargo, no me vio: iba demasiado apurada en cerrar con llave la puerta de su casa e intentar subir con su guagua y pareja a otra micro, tanto o más destartalada que aquella en que iba yo…

He aquí la paradoja. Sentí una incomodidad, como la que debe sentir mi PC cuando lanza una de esas bluescreen antes de apagarse, me puse pálido y me dio frío. No logré en su minuto, ni logro ahora, procesar lo que vi.

Ana, de seguro, no era rica; se veía limpia pero muy humilde. No adelgazó, seguía tanto o más gorda que en el Liceo. Seguía, además, igual de fea. No tenía auto y viajaba en micro como el perdedor que suscribe. Aparte, su pareja también yo la ubicaba: era un tipo que, en nuestros tiempos del liceo, él ya era veinteañero, y trabajaba como vendedor de zapatos en Bata; en ese tiempo ya era medio calvo y era un verdadero borderline. Un virtual idiota, un looser aventajado.

Y más aún, Ana Neighborhood no se había ganado el Nobel, probablemente no estaba en ninguna universidad dando clases, e incluso, probablemente, ni siquiera había pasado por una. No tenía al parecer los best seller que yo ya le colgaba. Ana Neighborhood nadaba en el mismo charco de fracaso que yo, o al menos eso me parecía a mí.

Pero otra vez, para variar, me equivocaba: el charco era todo mío.

Ana se veía radiante, incluso hasta bonita desde cierto ángulo. Se veía feliz, como esas personas que huelen a felicidad, como que exudan felicidad, que contagian felicidad. Se veía plena, realizada, luminosa. Y no exhibía ademán alguno de querer esconderse del mundo.  Ella no estaba en mi charco, sino que, por el contrario, Ana Neighborhood era la reina del mundo, una diosa, con su guagua, con su marido/pareja limítrofe, y con su “no Nobel”.

Ana es tremendamente feliz, con todas las luces y sombras del término. 
Como sea, y aunque hasta el día de hoy, no logro razonar el por qué de su felicidad,  el extraño caso de Ana Neighborhood me ha dado una de las lecciones más importantes de mi vida.